Hubo un tiempo, en que viajar en auto no era una experiencia para blandengues con aire acondicionado y Spotify. No, señor, viajar en los 90 era un deporte extremo. Y no me quiero imaginar en los 70 u 80, una odisea que te curtía el alma y te dejaba el culo como un bife a la plancha. Y no me vengan con que «ah, pero ahora es más cómodo«. ¡Claro que es más cómodo! También es más cómodo no salir de tu casa y pedir un Rappi, pero eso no te hace más hombre, te hace más vago.
Imaginate un Falcon del 73, ese tanque soviético con ruedas que pesaba como un elefante y consumía nafta como si fuera agua bendita y en cada acelerada se te iban dos mil pesos. En verano, con 38 grados a la sombra, vos, tu vieja, tu viejo, tus dos hermanos y el perro, todos apretados en ese horno con ruedas, rumbo a la costa o a algún lugar a descansar. Las ventanillas bajas -no porque fuera cool- sino porque era eso, o morir asfixiado. El viento que entraba era un soplo de lava, el bostezo de un dragón con acidez y si tenías la mala suerte de ir en el medio del asiento trasero, te tocaba el bulto del apoyabrazos en la espalda y el aliento del perro en la nuca. Un spa, pero de pobres.
Y no me digas que el aire acondicionado de ahora es progreso, porque no. El aire acondicionado es para los que no saben sufrir con dignidad. En el Falcon, el progreso era que tu viejo gritara «¡Bajen las piernas, que me están quemando la nuca!» mientras manejaba con una mano y con la otra sostenía un bidón de agua para el radiador, que hervía cada 50 kilómetros. Eso era multitarea, no lo que hacés ahora con tu celular mientras el GPS te dice «gire a la derecha«, que así nos está yendo por girar tanto a ese lugar…
¿Y el olor? El olor en un auto sin aire acondicionado era una sinfonía de la humanidad: el sánguche de milanesa que tu vieja había envuelto en papel aluminio, el sudor de tu hermano que se había pasado todo el viaje rascándose, y el perfume rancio del pino colgante que tu viejo compró en una YPF para «ambientar». Todo eso, mezclado con el calor, creaba una atmósfera que hoy sería considerada arma biológica, pero que en ese entonces llamábamos «familia«.
Ahora, en cambio, te subís a un auto moderno y parece que estás en un laboratorio de la NASA. Aire acondicionado bizona, asientos de cuero que no te queman las piernas, y un silencio que da miedo. ¿Dónde está el romanticismo de escuchar el motor rugir como si estuviera a punto de explotar? ¿Dónde está la emoción de parar en una banquina porque el auto se quedó sin agua y tu viejo te manda a buscar un arroyo con una botella de Fanta vacía? Eso era vivir, y no esta cosa insípida de apretar un botón y que el auto se enfríe como por arte de magia.
Y ni hablemos de la música. Antes, tenías un casete de Cristian Castro o de Los Chalchaleros, que se trababa cada dos canciones y había que rebobinarlo con una birome Bic. Ahora, conectás el Bluetooth y tenés 50 millones de canciones en Spotify. ¿Y para qué? Para terminar escuchando lo mismo de siempre, pero sin el encanto de que el casete se te enrede y tu viejo te diga «¡Esto pasa por no cuidarlo, no valoran una mierda, la puta madre!». Los viajes de antes eran otra cosa. Eran una prueba de vida, un rito de paso. Llegabas a destino con la ropa pegada al cuerpo, el pelo como si te hubiera lamido una vaca, y la sensación de haber sobrevivido a un naufragio. Pero también llegabas con historias: la vez que el Falcon se quedó en una zanja, la vez que tu hermano vomitó en el tapizado, la vez que tu vieja dijo «¡Yo me bajo y me vuelvo en colectivo!» pero que no se bajó, porque no había un colectivo en 200 kilómetros a la redonda.
Hoy, en cambio, llegás a destino fresco como una lechuga, pero sin nada que contar. «¿Cómo fue el viaje?» te preguntan. Y vos, con cara de robot, decís: «Bien, normal». ¿Normal? ¡Normal es lo contrario de vivir! Normal es lo que le pasa a los que no tienen un Falcon del 73 en el alma.
Así que la próxima vez que te subas a tu auto con aire acondicionado y te quejes porque el GPS no encuentra señal, acordate de los héroes anónimos que viajábamos en los 90, con las ventanillas bajas, el culo quemado y la dignidad intacta. Porque, como decía mi viejo mientras echaba agua al radiador: «Si no sufrís un poco, no lo valorás«. Y tenía razón, nomás.
Texto de Gonzalo Espinosa // Fierros Oxidados, encontrado en las redes.
(N de R) Recién en 1982, año en que sale de la línea de montaje la unidad 400.000 del auto más familiar de la Argentina, volvió a recibir un restyling. Fue el último, con parrilla de barras horizontales. También incluyó caja automática, aire acondicionado, luces, llantas, paragolpes, radio AM/FM y nuevo sistema eléctrico.